En general, la pérdida de un hijo provoca una crisis existencial. ¿Qué es una crisis existencial? Es el derrumbe epistemológico. Episteme es conocimiento. Es el derrumbe emocional por el que todos hemos pasado.
No importa la teoría, cualquiera de ustedes podría decirme qué es un derrumbe emocional: lo que vivieron ustedes en ese momento, ese día, la primera vez que vieron muerto a su hijo, las primeras veces que tuvieron que transitar el infierno de un velatorio o entierro. Eso es una crisis existencial. ¿Cómo lo refieren las mamás o papás? ¿Qué me dicen?: “Me siento hueco, vacío”; “Mi vida no tiene sentido”; “Sigo viviendo con piloto automático”. Esas son las primeras frases. También dicen: “Hago lo que tengo que hacer, pero nada me importa ni me interesa ni me apasiona”. Ésta es la expresión verbal de una crisis existencial.
Recuerdo cuando viajaba, hace mucho tiempo, a encontrarme con grupos como éstos, aquí, en el país o en otros países, y llevaba mis carpetas con los escritos, para leerlos. Eran carpetas voluminosas. Hoy, toda esa carpeta se reduce a una página. Y yo la traje. Pero es un lío leerla, ponerme los anteojos. ¿Por qué es una página? Porque todo se reduce, en cierto modo, a pocas frases, que son las que tenemos que entender y meter adentro.
Decía que no somos enfermos y, como no somos enfermos, la ciencia no tiene respuestas porque el dolor por la pérdida de un hijo no es un objeto para la ciencia. Y la ciencia, sin objeto, no puede funcionar. Por ejemplo, la nefrología es una ciencia porque existe el riñón. Si no existiera el riñón, no habría nefrología. Pero ¿qué objeto es el dolor
–que se escribe con mayúsculas– por la pérdida de un hijo? No es objeto para la ciencia. Ese DOLOR es objeto para la Ética y no para la ciencia. La ética es una manera de actuar. La ciencia es una manera de conocer.
La ética es una manera de actuar. Nosotros nos reunimos para aprender a actuar. ¿De qué manera? A dar una respuesta a esa enorme pregunta que el destino –o Dios– nos ha hecho al llevarnos a un hijo. Claro que al principio estamos muy confundidos. Es cuando me dicen: “estoy vacío” o “hueco”, o “no quiero vivir”.
En realidad, al principio, uno se llena de preguntas: “¿Por qué a mí?”, “¿Por qué esta injusticia?”. Uno se llena de preguntas y con el tiempo nos damos cuenta de que esas preguntas no tienen respuestas. Al menos, nadie tiene las respuestas. Nos damos cuenta de que por más que preguntemos, nadie nos devuelve a nuestro hijo.
En realidad, al morir un hijo, está hecha la pregunta y nosotros somos quienes tenemos que dar la respuesta. El duelo es una respuesta.
El duelo es la respuesta emocional normal a toda pérdida significativa. La pérdida de un hijo habitualmente es una pérdida significativa. No es la única. Hay otras pérdidas que son significativas, sin ser la muerte de un hijo: un cónyuge, un hermano, un amigo, etc.
Yo charlo y asisto a otros duelos que configuran pérdidas significativas. Alguien podrá decir: “¿Quién no ha tenido duelos?”. Por supuesto que todos hemos tenido duelos. Desde que nacemos tenemos duelos. Pero no todos los duelos provocan el peso, el derrumbe emocional que provoca la pérdida de un hijo. Hay otros duelos que nos entristecen. Seres queridos, padres, amigos. Producen tristeza, desde luego. Muchas veces, reminiscencias. Pero no provocan una crisis existencial. La pérdida de un hijo sí la produce. Es una experiencia vivencial difícil de hablarla con quien no lo ha pasado. De ahí el sentido curativo que tienen los grupos de ayuda mutua. Porque nos encontramos con gente que pasó por crisis existenciales parecidas a las nuestras. Eso genera un lenguaje común y facilidad para comunicarnos. Ayuda mucho el grupo.
Cuando Martín murió no había grupos de ayuda mutua. No había casi nada. Uno podía hacer terapia, si quería, pero se iba a encontrar con terapeutas que no se han dedicado a eso, o no están capacitados para acompañar duelos.
En Buenos Aires no había grupos. Graciela Canteros trajo la idea de Renacer desde Río Cuarto, donde lo crearon el matrimonio Berti. Graciela fue, viajó y lo trajo. Y creo que un año después de la muerte de Martín formamos ese grupo que Graciela inició.
Éramos veinte padres y madres que nos empezamos a reunir sin saber a ciencia cierta, para qué, pero ahí empezó Renacer Buenos Aires, Renacer Cayetano. Alguien me dijo de la existencia del grupo, de la propuesta de Graciela y empecé a ir.
Me sentí respetado, contenido, aceptado. Y algo cambió en mí. Porque el grupo tiene una cierta magia. Por ejemplo, cuando uno entra a un grupo como éste, lo primero que le pasa es que uno pierde el protagonismo porque uno no es el único que perdió un hijo. Si voy a una reunión social, a lo mejor sí soy el único que perdió un hijo, y lo noto porque me miran y me observan. Se fijan si lloro o si me río. Porque, de alguna manera, la sociedad juzga al doliente. Algunas mamás me dicen: “me invitaron a una fiesta y no sé si ir o no; no sé qué ponerme, porque si me visto de negro, piensan que voy de negro para arruinar la fiesta y si me visto de colorado, van a pensar que me olvidé de mi hijo”.
Al principio tenemos algunas dificultades para relacionarnos con el afuera, con los que no estuvieron en el infierno.
También podría definirse la crisis existencial como “estar en el infierno”. Porque es un infierno. Y el que estuvo en el infierno…
Hace poco, en la televisión hablaba un sobreviviente del Ha Shoá (Holocausto) que estuvo en Auschwitz, en un campo de concentración. Era un hombre grande, por supuesto. El periodista preguntaba cómo se sentía ahora, que había podido salir de Auschwitz. Y él le contestó que el que estuvo en Auschwitz nunca salió, y el que no estuvo en Auschwitz nunca entró. Ésta es la diferencia del que estuvo en el infierno y el que no estuvo; entre el que tuvo la crisis existencial y el que no la tuvo.
La sociedad tiene un conocimiento racional de lo que es perder un hijo. Trata de ayudarnos. Ustedes vieron cómo la gente trata de ayudarnos a su manera –que a veces no es la manera más apropiada– y a nosotros no nos sirve demasiado. Ustedes saben que hay quien no sabe qué decirnos y que también hay algunos que se cruzan de vereda para no saludarnos. También pasa que algunos papás han conseguido una relación mucho más fuerte con gente que no era conocida, y de la que uno esperaba menos.
Con el duelo pasa esto. Uno tiene expectativas de que va a recibir mucho de personas que después no pueden dar tanto. Y a lo mejor, se extraña de que recibe mucho de personas que no esperaba que le dieran tanto. Esto tiene que ver con la sensibilidad y con la espiritualidad de cada uno. Esa espiritualidad que no es patrimonio de ningún sistema de creencias religiosas, también los agnósticos pueden ser espirituales.
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