viernes, 30 de enero de 2009

Entender

La vida entendida como una competencia, donde se trata de acumular bienes, reconocimiento social y aceptación es una carrera en la que tratamos da salir en los primeros puestos. Inclusive los hijos que tenemos forman parte del orgullo que buscamos sentir por lo que hacen, por como son, por los dones con que fueron bendecidos. Frecuentemente, cuando eso hijos no representan lo que consideramos el modelo de lo que deberían ser, cuando sus capacidades no son acordes a nuestras expectativas, sentimos que eso es un fracaso nuestro. No podemos sentirnos orgullosos de ellos en la forma que quisiéramos, no producen envidia en los demás, no nos permiten sentirnos importantes gracias ellos.

La vida entendida como esta competencia social y económica, es un juego al que juegan una enorme cantidad de personas sin darse cuenta siquiera del pasatiempo en el que participan con entusiasmo sin saber porqué. Simplemente como esos muñecos a los que se da cuerda, fueron echados a rodar en el mundo y lo hacen de la única manera que conocen, sin ningún atisbo de conciencia, sin ensayar una crítica.

La vida entendida de este modo hace imposible soportar la muerte de un hijo. Perder lo que más se ama, significa un vacío enorme. Nuestro inventario sufre un quebranto tan grande, desde lo afectivo y lo social, que no queda sino un largo camino signado por la frustración. ¿Cómo seguir viviendo según lo veníamos haciendo? Lo que nos pasó no tiene remedio alguno, no hay forma de reponer la pérdida y todo aquello de que se dispone, los “valores” que incentivaban a vivir, repentinamente no tienen ningún significado.

¿Que importa el éxito económico o el prestigio social frente a la muerte de un hijo? Cualquier padre los cambiaría con gusto por la vida de quien ya no está. Sin embargo no hay dónde realizar el trueque, las cosas son irremediablemente como son.

El mundo es lo que entendemos en nuestra cabeza que es. Lo armamos mentalmente, le asignamos significados, adoptamos valores. Nada de lo que creemos o pensamos es en sí, todas nuestras creencias y pensamientos provienen de la cultura, de lo que aprendimos consciente o inconscientemente. Cuando la muerte irrumpe en nuestras vidas, el juego descrito inicialmente, pierde todo significado, el mundo se derrumba, no quedan referencias para poder ubicarnos nuevamente. El sueño se ha terminado convirtiendo en una pesadilla y aquello que ayer era valioso hoy no tiene valor alguno. Las monedas de oro de ayer, son solamente latas pintadas. Los diamantes acumulados, simples trozos de vidrio. ¿Queda algo que haga que valga la pena vivir?
 
La muerte de un hijo es un golpe durísimo. Es una crisis enorme, y como tal, también encierra oportunidades. La primera es que al terminarse el sueño, podemos intentar entender la vida de una manera más real, más verdadera. No rechazar los datos que se ofrecen simplemente porque duelen. Entender que quizás duelen tanto porque hemos vivido rechazando su existencia, tratando de ignorarlos. No mirar lo que es, es una forma burda de construir el mundo según nuestro gusto, hacerlo a nuestra medida. Entretenernos en juegos que requieren de toda nuestra energía, sin tomar conciencia que son meramente juegos, no hace que el mundo sea distinto, solamente permite que nuestra percepción de él sea errónea. Solamente eso. Y cuando los hechos desnudan la mentira, buscamos afanosamente los culpables, sin la honestidad de reconocer que hemos estado mintiéndonos, los vidrios siempre fueron vidrios, quisimos creer que eran diamantes.
 
Cuando la mentira del éxito y el reconocimiento se caen, queda limpia la mente y el corazón para percibir. Como dice Víctor Frankl, el dolor hace al mundo transparente y al hombre lúcido. La vida debe ser algo distinto, quizás a pesar de todo tenga algún sentido. Quizás el dolor sea nada más que un síntoma de lo mal que entendemos y no la expresión del absurdo.

El camino que queda es indagar, tratar, con los límites propios de la parte intentando explicar el todo, de encontrar nuevos valores y significados a la existencia. No para apartarnos del mundo, sino para vivir en él dándole un significado nuevo. No para renegar de la vida porque la muerte existe, sino para revalorizarla casualmente porque es una experiencia finita que no podemos desperdiciar. Quizás no sea cuestión de impresionar a los otros, de “ganarles” esa carrera que no termina nunca y que nadie sabe para qué corre, ya que las satisfacciones que otorga no duran casi nada. Quizás debamos aprender a ser en la relación con los otros. No somos los otros pero no podemos ser sin ellos, no desde la competencia sino desde el amor. Tomarnos de la mano para facilitar la tarea en vez de tratar de ganar la delantera de un camino que no lleva a ningún lado, quizás a pesar de todo, la vida sea digna de ser vivida y los hijos que se fueron, con su partida, nos hayan quitado lo venda de los ojos. Si así fuera, no es poco lo que nos dejan y su presencia en nuestras vida, a pesar del dolor, habrá sido un bendición.

El despertar a la dimensión del espíritu, es comprender la fragilidad e impotencia humana, incorporar la paciencia y el estoicismo, entender a los demás como si fuéramos nosotros mismos deambulando por lugares distintos, tender lazos de comunicación y afecto, tener vocación por la empatía, aprender el amor sin condiciones, la solidaridad como actitud permanente. Ya no hay competencia, se termina la codicia, no hay huellas por dejar en este mundo cuyo devenir puede parecernos incomprensible. La vida es una experiencia enigmática y fugaz, como la muerte, es un misterio.

Cuando se abandona la soberbia, el yo sé como es, para observar y gozar de la experiencia de vivir, con menos explicaciones y mucho más receptividad, sin palabras para expresarlo, nos enriquecemos a niveles impensados. Hay mucho menos angustia y miedo, una mayor aceptación de las reglas del mundo como es, sin pretensiones de cambiarlo a nuestro gusto y criterio. Nos volvemos mas cautelosos con los juicios que emitimos y estamos dispuestos a aceptar nuestros equívocos ¡no hace falta impresionar a nadie¡

Estos cambios no anulan la ausencia física del hijo que se ha ido, pero permiten asumirla con mansedumbre, sin enojos ni rebeldías, la fe de que todo tiene un sentido se hace omnipresente, la muerte inquieta pero no asusta. El duelo entonces deja una experiencia rica y transformadora, el dolor da sus frutos, el absurdo cede lugar al misterio.

Cuando se entiende que se está transitoriamente en el mundo, que lo nuestro es un viaje evolutivo, la partida de los que amamos duele, pero es razonable por otra parte. Todos estamos de paso. Entender esto evita la tentación de fundar nuestro reino en la tierra, vinimos con nada cuando llegamos la mundo y cuando debamos irnos no nos llevaremos sino la experiencia de lo vivido. Los hijos son regalos de la vida que debemos agradecer, no son un derecho adquirido y la lógica humana de hay una secuencia para la muerte no es sino un engaño de nuestra mente. Basta observar la naturaleza para ver que los jóvenes de cualquier especie, animal o vegetal, también mueren antes que los más viejos.

Estas líneas no pretenden ser sino el testimonio de mi propia metamorfosis. Lejos de intentar un consejo más bien expresan cómo puede pasarse de la desolación y dolor más terribles a una comprensión serena de la vida y de las ausencias. No sentir que uno es víctima de una injusticia o que ha sido defraudado en sus creencias, sean religiosas o no, sino que formamos parte del Todo, y que de alguna manera inexplicable, como dice el Génesis en La Biblia, todo está bien. 

José Divizia

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