viernes, 5 de diciembre de 2008

Sin mi hijo, pero la vida continúa...- Florencia Serra

Mi hijo se murió sólo tres días después de nacer. Y eso irremediable y definitivamente me cambió la vida. En el primer instante en que supe que vivía dentro mío, en ese único e irrepetible instante de felicidad para los padres, sentí que tocaba el cielo con las manos... sentí por primera vez la felicidad total, la plenitud en el alma y en el cuerpo... Con el paso de las semanas comencé a sentir la verdadera responsabilidad que necesitaba desarrollar: llevaba una vida en mi vientre, la más esperada, la más deseada. Y con los pequeños movimientos de Thiago, se me llenaba el corazón de un amor que jamás pensé sería capaz de sentir y dar... ese amor que surge de las entrañas mismas, que todo da sin esperar nada a cambio... Ahí fue cuando empezó a cambiar mi vida. La vida es eso: cambio. La vida misma, esa vida infinita y tan pequeña, tan vulnerable y protegida a la vez, fue el mayor cambio. Y ahí empecé a vivir realmente. Todo cambio supone una adaptación; el reconocimiento de la existencia de ese cambio, y la decisión consiguiente de cómo afrontarlo. Eso es vivir. Y la forma en que afrontamos los cambios constantes de los que está formada la vida, es lo que marca nuestra manera de vivir: es lo que nos define como personas. En ese momento, cuando el gran cambio de la maternidad, aún en mi vientre, llegó a mi mundo, comprendí que tenía todo por delante y que cada una de mis acciones y omisiones tendría, para siempre, un efecto trascendental en otra vida, en la de mi hijo, la vida más importante. Comprendí que jamás volvería a sentirme sola. Comprendí que la vida es maravillosa y vale la pena ser vivida. Comprendí que la inmensidad de la felicidad de mi marido llenaba mi alma y me daba esperanza e ilusión. Comprendí lo que sólo una madre puede comprender: a partir de ese momento, el amor y el dolor caminarían de la mano por mi vida, inundándolo todo. Con esa certeza, sin temor alguno, seguí caminando el camino de mi embarazo, disfrutando de cada pequeño paso, aún en los momentos de dolor físico, aún en los instantes en que todo parecía caerse por un mal diagnóstico o por un nuevo problema de salud. Disfruté de cada minuto de estar embarazada. Me sentía hermosa, todopoderosa. Caminaba orgullosa mostrando mi panza. Contándole a todo el mundo la gloria de sentir dentro de mí a mi hijo moviéndose con una canción o con un chocolate.

Pero un día mi cuerpo ya no pudo ser un dulce hogar para mi hijo. Y tuvo que nacer mucho antes de lo esperado. Aún no sé por qué, pero tampoco en esa situación sentí miedo. La certeza de la vida más fuerte que todo, me acompañó en la cesárea, durante la anestesia... y mucho más, luego, en la incubadora, viéndolo luchar por vivir, por seguir adelante, por respirar. Y de esa lucha, de esa agonía de mi hijo, hoy saco la mejor enseñanza: si él, tan chiquito, tan indefenso, luchó hasta el último minuto por su vida y por nuestra felicidad, cómo no hacerlo yo... cómo no hacerlo nosotros, aún hoy, llevando a cuestas tanto dolor y desilusión y desesperanza?! Hoy comprendo que en su último suspiro doloroso, nos dejó su corazón. Su sola existencia nos cambió para mejor. Y ese cambio, que se engendró junto con mi hijo durante los siete meses de embarazo, no podía esfumarse con su presencia física. Mi hijo es parte de mí, carne de mi carne, sangre de mi sangre. Y aunque se haya ido, y con él también por supuesto, parte de mí, de mi carne y de mi sangre, me dejó la felicidad de haberlo tenido, de haberlo conocido, de haberle hablado y cantado, de haber sentido sus pataditas cuando comía, de haberme agarrado el dedo y haberme abierto sus ojitos cuando llegaba a visitarlo, de haberme regalado sus quejidos y pequeños llantitos cuando le cambié el pañal. Aún cuando pude alzarlo y realmente abrazarlo, estando ya muerto, aún en ese momento me enseñó la eternidad de la vida. Aunque no pude comprenderlo en ese momento, hoy sé que fue en ese instante cuando supe que a pesar de su lejanía física, Thiago estaría para siempre conmigo y en mí. Y sí: me perdería toda su vida... darle la teta, sus primeros dientitos, sus primeros pasos, sus primeras palabras... el primer día de jardín, su primer dibujo... nuestros juegos y besos y abrazos... Pero me queda el consuelo de que nada malo le pasó. No sufrió. Nadie lo lastimó. Nadie le mintió. Nadie lo traicionó. Sólo nos conoció a nosotros, sus padres, que lo amamos desde el primer día, y hoy más aún. Sólo nos vio a nosotros, que lo cuidamos y le cantamos y que, aún con el mayor dolor a cuestas, supimos dejarlo ir, y le pedimos al oído que lo hiciera, cuando intuí en mi cuerpo que estaba sufriendo. Su existencia, aunque corta, aún dejándonos llenos de angustia, desilusión y desesperación, fue maravillosa, placentera, feliz, plena.

Con el tiempo comprendí que las palabras de los demás no sólo no ayudan, sino que muchas veces entorpecen. No debemos “ser fuertes” si sentimos que no podemos. Debemos darnos el momento justo para sentirnos débiles, vulnerables, necesitados, doloridos, solos, abandonados, destrozados. Y debemos expresarlo. Decirlo. Gritarlo. Escribirlo. Contarlo. Tantas veces como nos sea necesario. Debemos contar todo lo que hemos vivido y estamos sintiendo. Sólo de esa forma llegamos a aceptar la terrible pérdida que estamos sufriendo y a dar el primer paso de nuestra nueva vida: comprender que llevaremos un dolor inmenso con nosotros para siempre. Cuando realmente lleguemos a comprender que ese dolor no se irá, ni se desvanecerá, será cuando logremos internalizar que, a pesar de todo, la vida sigue y debemos vivirla. A mí no me consuela que me digan que mi hijo está en “un lugar mejor” o que “está con Dios”, porque no creo en ningún ser superior creador del destino de nadie. Pero sí creo que no somos sólo materia. Que las personas no somos sólo carne, huesos, sangre. Hay algo dentro nuestro, que algunos llaman “alma”, que nos hace como somos. Que nos hace humanos. Que nos hace pensantes y conscientes de nuestras emociones. Que nos hace ir formando nuestra memoria y en ella nuestra personalidad. Somos más que sólo carne. Y aunque mi hijo no haya tenido la fuerza suficiente que se necesita para resistir en este injusto mundo, cuando su cuerpito dejó de respirar, él no dejó de existir. Hoy lo sé. Mi hijo vivirá para siempre en mí y en el recuerdo de todos los que lo amamos. Un muerto ya no puede morir. Eso nos hace infinitos.

Y aunque todavía me queden muchas preguntas sin respuestas, muchas dudas y certezas por superar, mucha bronca e ira, sé que con el tiempo, lo feo pasará y lograré también de este cambio sacar algo bueno para la vida. Pero el tiempo solo no hace nada. Lo importante es qué hacemos nosotros con nuestro tiempo. Mi hijo querrá que dedique todo mi tiempo a llorar su ausencia? Querrá que dedique todo mi tiempo a gritar, a enojarme, a estar en la cama? Merezco permitir que mi tiempo transcurra sin hacer nada por estar mejor? La vida sigue. Sí, es cierto: para nosotros, padres sin nuestros hijos, sigue de una manera insospechablemente dolorosa. Pero sigue. Y debemos seguir viviéndola al máximo. Nosotros, ahora, más que nadie, sabemos que la vida física es muchísimo más efímera de lo que nos gustaría. Sabemos que en cualquier momento todo puede desvanecerse y dejarnos desamparados en medio del dolor. Pero debemos superarlo. No olvidar. Jamás olvidaremos. Pero debemos aprender a vivir nuevamente. Debemos aprender a adaptarnos a esta nueva vida que nos toca. Debemos aprender a disfrutar de las pequeñas cosas. A aprovechar cada instante con las personas que amamos. Debemos decirles cuánto los amamos. Debemos aprender nuevamente a amarnos a nosotros mismos. Debemos dejar atrás la culpa y el enojo. De nada sirven. Debemos aferrarnos a la vida y vivir en honor de nuestros hijos. Hablen con sus hijos (nos escuchan) y háganles mis preguntas anteriores. Sé que en su corazón algún día lograrán escuchar sus respuestas, y que éstas serán sanadoras y nos obligarán a aprender a vivir nuevamente. Ya nada puede sorprendernos. Ya nada puede lastimarnos más hondamente. Ya nada puede enojarnos tanto. Ya nada puede desilusionarnos tanto. Y no sé si está tan bueno vivir con las expectativas tan bajas... pero sin dudas, cuando esperamos poco, todo lo que recibimos nos parece mucho más. Siempre hay alguien o algo a quien aferrarse. Y esa es nuestra meta ahora: seguir viviendo a pesar de todo. Quizás tengamos otros hijos de quien ocuparnos, que no merecen perder a sus padres además de haber perdido a su hermano. Tal vez no, y tengamos a nuestra pareja, que está sufriendo igual que nosotros, y sólo nosotros podemos comprender la inmensidad de su sufrimiento. Tal vez no tengamos pareja, y tengamos amigos y familiares que nos brindan su amor y sufren con nuestro sufrimiento. Tal vez no tengamos amigos ni familiares, pero ese caso no es el fin: es otro comienzo más: nos tenemos a nosotros mismos para ocuparnos de nuestro propio corazón.

Nuestros hijos siguen con nosotros. Para siempre estarán con nosotros. Y debemos aprender a vivir nuevamente, ahora con su alma eternamente pura cuidándonos y a nuestro lado. Nadie puede estar más cerca de nosotros si lo llevamos en el alma. Cuando el amor es verdadero, profundo, real, maravilloso e interminable, cuando el amor se siente en el alma, sobrevive al dolor, al temor y a las distancias. Cuando el amor se lleva en el alma, no existen las distancias. Y a quién amamos más que a nuestros hijos? Por eso, quién está más cerca nuestro hoy, a pesar de todo? Nuestros hijos están dentro nuestro para siempre. Y con ese consuelo es que debemos seguir viviendo... y con el tiempo comprender que podemos permitirnos disfrutar, gozar... que no está mal hacerlo y que nuestra misión en la vida es, ahora, aprender a vivir con el corazón por la mitad... Pero se puede. Aunque todavía no lo he logrado, necesito aferrarme a la idea de que algún día podré volver a disfrutar de la vida... necesito aferrarme a la idea de que algún día volveré a caminar mi vida con entusiasmo y con esperanza y con ilusión. Antes de quedar embarazada de Thiago, había recibido muchos diagnósticos diciendo que jamás podría tener hijos. Bueno, no hay mejor ejemplo: Thiago me dejó esa esperanza, esa ilusión: la de algún día poder darle un hermanito o hermanita... y que entonces su vida también tenga un sentido, un motivo: algún día tendrá un hermanito a quien cuidar, a quien proteger, para siempre.

Así como ese primer instante de felicidad que me regaló mi hijo me hizo tocar el cielo con las manos, ahora todos los días que lo recuerdo, lo lloro o le hablo, toco el cielo con las manos para acariciarlo.

Cada momento que vivimos es un cambio en nuestro camino. Está en nosotros tomar la decisión que creemos correcta para darle al camino de nuestras vidas. Está en nosotros que esta pérdida sin nombre, nos enseñe una mejor manera de vivir.

El duelo es un camino largo y lleno de espinas. Es doloroso e inevitable. Es pasar por miles de sensaciones y emociones encontradas. Es caer y volver a levantarse, a veces sin fuerzas y sólo por obligación. El duelo es recordar y llorar y temer al olvido. El duelo de un hijo es el único trabajo que jamás pensamos que tendríamos que hacer. Pero lo estamos haciendo. Cada uno a su manera y a su tiempo. El duelo de nuestros hijos será difícil. Pero estamos vivos y nos debemos a nosotros mismos y a nuestros hijos seguir viviendo. Cuando podamos recordarlos con alegría; cuando podamos aferrarnos a los buenos recuerdos; cuando podamos comprender que muchas veces jamás encontraremos respuestas ni comprenderemos el por qué de nuestra pérdida, en ese momento empezaremos a sanar nuestros corazones. En ese momento entenderemos y haremos carne en nosotros, tal como fueron ellos, que el amor no se acaba con la muerte.

A pesar de todo lo que hemos perdido, debemos decidirnos a arriesgarnos a seguir viviendo. De un nuevo modo, sí. Pero viviendo. Qué más podemos perder?

Les dejo tres frases que me están ayudando mucho:

“que el dolor de haberte perdido no me quite la felicidad de haberte tenido”

“la muerte se lleva todo lo que no fue, pero nosotros nos quedamos con todo lo que tuvimos”

“lo que una vez disfrutamos, nunca lo perdemos. Todo lo que amamos profundamente se convierte en parte de nosotros mismos”

Ojalá mis palabras le hayan servido a alguna otra madre o padre que esté pasando por el mismo dolor... pero al menos me sirvieron a mí misma, para justamente poner en palabras tanto dolor... y sobre todo, para hablarle a mi hijo desde el amor.

Démonos tiempo. Démonos permiso para sentir. Expresemos lo que sentimos. Aferrémonos a las buenas personas y a los buenos recuerdos. Hagamos. Hagamos. No dejemos de hacer. Lo que sea que nos guste y nos haga disfrutar al menos un instante. Démonos permiso para volver a disfrutar. No nos quedemos encerrados y mudos. Salgamos nuevamente al mundo, que lamentablemente no paró con la muerte de nuestros hijos y sigue andando y nos necesita para que cada día sea un poquito mejor. Hagamos. Hagamos. Utilicemos su tiempo en este mundo de manera positiva, para nosotros y para los demás. Pero primero para nosotros. Recuperemos la capacidad de disfrutar, de amar, de vivir. Se puede. Nadie va a pensar que los lloramos menos, que los recordamos menos, que los amamos menos. A nadie amamos ni amaremos más. Pero son parte nuestra. Así que amémonos a nosotros mismos y hagamos lo que necesitemos para estar mejor.

Busquen la paz del alma.

Florencia Serra

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