sábado, 24 de julio de 2010

EL DUELO NO ES UNA ENFERMEDAD

CHARLA DEL DOCTOR BIANCHI EN LUJAN (PARTE 1)

Dr. Bianchi.- Buenas tardes.
Agradezco esta invitación a los grupos de Luján. Me sorprende tanta audiencia.
Hace muchos años yo participo de reuniones con grupos de padres que perdieron hijos, compartiendo con ellos talleres, encuentros de reflexión.
Tengo que contarles que hace ya mucho tiempo –17 ó 18 años es mucho tiempo– yo perdí un hijo. Un hijo mío murió en un accidente de tránsito. Tenía 20 años en aquel momento. Se llamaba –se llama– Martín. Era un muchacho muy lindo realmente, por fuera y por dentro. Un chico varonil, muy lindo chico, muy deportista, muy amigo de sus amigos, de un trato muy amoroso con todos nosotros, con la familia. Travieso, divertido, con sentido del humor. Un chico que daba mucho amor en general, a la gente, a sus amigos, a las novias que tuviera, a su perro. También a las personas mayores. Tenía tiempo, pese a que los chicos a esa edad viven apurados, pero él tenía tiempo para escuchar a los abuelos, para sentarse con ellos y con algún anciano que no fueran sus abuelos. A veces desaparecía unas horas porque en la calle se había encontrado con algún anciano, porque si él percibía que había que acompañarlo a algún lado, él lo hacía.
Martín era un chico como muchos de los hijos de ustedes. No importa la edad, más grandes o más chicos, pero estoy refiriendo todo esto porque si esto no hubiera ocurrido, yo no estaría aquí, ni ustedes me hubiesen invitado.
Porque, en general, a mí no me invitan porque soy médico psiquiatra. A mí me invitan porque soy un padre que perdió un hijo. Esto es lo que se genera con otros papás, el lenguaje común, esa relación de ida y vuelta que nos permite reflexionar juntos sobre este tema, sobre el tema del duelo.
El duelo provocado por pérdidas muy significativas, la pérdida de un hijo se inscribe normalmente entre las pérdidas más significativas, debido a que ya, de por sí, el modelo biológico está alterado. Y uno, desde sus conocimientos, desde su sistema de creencias, no tiene respuestas frente a un hecho de esta naturaleza.
Quiero comentarles todo lo que comenzó en la noche más oscura de mi vida, que es la noche en que Martín muere, y en que yo me hago cargo –junto con mi pareja, con la madre– de todos estos avatares y rituales que tienen que ver con un velatorio y demás. En este momento uno está sumido en un enorme desconcierto, debido a que, como les decía, lo que nosotros podemos saber hasta aquí, no nos da ninguna respuesta frente a un hecho de esa naturaleza.
Sentí en mí un derrumbe. Y así lo describo. Así se describe al duelo por pérdida significativa, como un derrumbe epistemológico, dice la psicología, la psiquiatría, un derrumbe emocional. Episteme es conocimiento. Nuestro conocimiento se derrumba frente a la falta de respuestas, frente a este desgarro emocional que, en principio, uno tampoco lo entiende. Tampoco entiendo lo que sucedió.
Les cuento lo mío porque esto puede ser cierto en muchos de ustedes también. En estos primeros momentos no hay ni siquiera la aceptación de lo que ocurrió. Todos, frente a lo que nos duele mucho, a lo que nos hace sufrir, reaccionamos con una negación. “No puede ser”, “No es cierto”, “Esto es una pesadilla”.
Recuerdo vagamente esos primeros instantes. No me daba cuenta de nada. Incluso, es como que, viéndolo a mi hijo en su velatorio, sentí un orgullo de mi hijo, de lo pintón, de lo varonil que era. Yo se lo quería mostrar a la gente que se acercó en ese momento, con una total negación de lo que había sucedido. No sé qué pensaba yo, que, a lo mejor, terminado el velatorio, me lo podía llevar a mi casa…
Después, conversando con muchos papás, a lo largo de todo este tiempo, he podido comprobar que esto es bastante habitual, que la negación de lo que sucedió, en un principio es muy habitual. Y esa aceptación que, en algún momento se da, es imprescindible para comenzar el proceso de un duelo. Si no hay aceptación de lo sucedido, el duelo no comienza.
Al principio, frente a este duelo hay una desmentida de la realidad. Uno desmiente la realidad: “Esto no puede ser”, “No es posible”. Lleva mucho tiempo –no un tiempo cronológico, sino un tiempo interno– modificar estos sentimientos.
Para aquella época yo tenía ya 30 años de psiquiatra. Hablo de 1990. Y si bien era psiquiatra, yo me dedicaba casi exclusivamente a la atención de las parejas en conflicto, a la conflictiva de la pareja. Es decir que lo que yo podía saber de duelo en aquel momento, era lo que puede saber, en general, cualquier persona que no ha tenido la experiencia vivencial de una pérdida significativa.
Es decir, yo tenía un conocimiento bastante racional de lo que era el duelo. Si bien había leído, tal vez, más que otras personas porque por ser psiquiatra, por supuesto, había leído la teoría. Ya había leído escritos como “Aflicción y melancolía” de Sigmund Freíd. Pero, claro, lo leía en aquel momento sin haber pasado por la experiencia vivencial de haber perdido un hijo.
El derrumbe fue muy grande y no había grupos de auto ayuda; en 1990 Renacer no había empezado a funcionar en Buenos Aires. Recién un año y medio después participé como integrante del primer grupo Renacer en Buenos Aires, en un espacio físico cedido por la Parroquia San Cayetano, en el barrio de Belgrano. Allí conocí a 20 ó 30 papás y mamás que habían perdido hijos también.
Pero ya había pasado un año y medio de la muerte de Martín. Durante ese año y medio no tuve quien pudiera acercarme la comprensión del que también ha pasado por una crisis de esta índole.
Por ser psiquiatra yo tenía que llevar mi propia terapia. Es decir, yo tenía mi terapeuta en aquel tiempo. Realmente, un terapeuta de lujo desde el punto de vista de la psiquiatría y psicología con el cual, a través del tiempo, nos unió una verdadera amistad. Y pese a eso, en aquel momento mi terapeuta no me pudo ayudar porque no tenía algunas respuestas que yo creo que hoy sí tengo a través de tanto tiempo. Entonces, me consolaba. Algunas veces yo levaba algunas fotos y escritos de mi hijo y él podía emocionarse conmigo, llorando conmigo. Pero esas no eran las respuestas que yo esperaba porque yo tenía quien llorara conmigo.
Un gran terapeuta, pero en aquel momento no me ayudó. ¿Por qué? Ahora voy a mezclar un poco entre mi desconocimiento, mi derrumbe emocional de aquella época con lo que hoy sí yo entiendo con respecto al duelo.
No me pudo ayudar porque el duelo no es una enfermedad. Y esto es una convicción que tenemos que tener muy clara. El proceso del duelo no es una enfermedad. Por lo tanto, no puede ser resuelto a través de la ciencia. El duelo implica una crisis existencial, no es objeto para la ciencia. No es un objeto para la ciencia. Y cualquier ciencia, sin su objeto, pierde sentido. La nefrología existe porque existe un objeto que es el riñón; si no, no existiría. Ese duelo, ese derrumbe emocional no es objeto para la ciencia. No estamos enfermos.
Después yo me di cuenta de por qué este gran terapeuta –mi terapeuta– no me podía ayudar. Porque él confundía la aflicción, la profunda aflicción que es el sentimiento que embarga a un doliente, la confundía con una depresión, que es una entidad patológica y me trataba en consecuencia, como si lo mío fuese una depresión. Entonces, ¿qué trataba de hacer?, que yo pudiera superar la depresión. Tiempo después me di cuenta que desde la ciencia se actúa de esa manera , lo que se busca es la anulación del duelo, no la superación del duelo.
La superación es lo que nosotros intentamos hacer a través del tiempo, que es dar una respuesta a esa enorme pregunta que el destino nos ha hecho al llevarnos un hijo. Y esa respuesta es ética, no científica. ¿Y por qué es ética? Porque la ética es una manera de actuar en consecuencia y de dar respuestas. Por lo tanto, en aquel momento, con esta confusión diagnóstica, mi terapeuta no me pudo ayudar.
No estaba mal lo que él hacía, porque no había tenido la experiencia vivencial. ¿Por qué nosotros buscamos participar de algún grupo de iguales? Si no iguales, parecidos. Porque el lenguaje común es rápido, fluido y porque nosotros sentimos que nuestras lágrimas o, a veces, nuestras sonrisas, pueden ser aceptadas por el otro y no interpretadas racionalmente.
Ahora, cuando un terapeuta intenta anular una depresión, está bien que él lo quiera hacer, porque como cualquier otra enfermedad, también trataría de anularla. Pero lo nuestro no es eso. Y estas son convicciones que todos los que pasamos por esto lo debemos tener claras. No somos enfermos, por lo tanto, la ciencia no tiene respuestas. No hay una respuesta hegemónica desde la ciencia hacia el duelo.
Después, si tenemos tiempo, podemos discurrir sobre esto. No es que la psicología o la psiquiatría no tengan especial cabida en lo que podría ser un centro asistencial interdisciplinario para el duelo donde sí podrían participar los dolientes, a lo mejor, con profesionales –pero con aquellos profesionales que entendieran que la aflicción no es depresión o enfermedad– y donde nosotros, como padres dolientes, fuéramos respetados como sabedores, a través de nuestra experiencia vivencial. Allí, un profesional que no la haya tenido, podría aportarnos, desde su saber, conceptos que sí nos pueden interesar, desde una manera interdisciplinaria.
Creo que los grupos, en general, no debieran cerrarse a la posibilidad de escuchar otras verdades que puedan provenir de un filósofo, psicólogo o religioso. He visto grupos que dicen: “sí, pero éste no perdió un hijo”. En algún aspecto, nosotros buscamos a los que son iguales a nosotros, pero después podemos aceptar que, de una manera interdisciplinaria, otros conocimientos o saberes nos pueden ayudar.

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