CHARLA DEL DOCTOR BIANCHI EN LUJAN (PARTE 1)
Dr. Bianchi.- Buenas  tardes.
Agradezco esta invitación a los grupos de Luján. Me sorprende tanta  audiencia.
Hace muchos años yo participo de reuniones con grupos de padres  que perdieron hijos, compartiendo con ellos talleres, encuentros de reflexión. 
Tengo que contarles que hace ya mucho tiempo –17 ó 18 años es mucho tiempo–  yo perdí un hijo. Un hijo mío murió en un accidente de tránsito. Tenía 20 años  en aquel momento. Se llamaba –se llama– Martín. Era un muchacho muy lindo  realmente, por fuera y por dentro. Un chico varonil, muy lindo chico, muy  deportista, muy amigo de sus amigos, de un trato muy amoroso con todos nosotros,  con la familia. Travieso, divertido, con sentido del humor. Un chico que daba  mucho amor en general, a la gente, a sus amigos, a las novias que tuviera, a su  perro. También a las personas mayores. Tenía tiempo, pese a que los chicos a esa  edad viven apurados, pero él tenía tiempo para escuchar a los abuelos, para  sentarse con ellos y con algún anciano que no fueran sus abuelos. A veces  desaparecía unas horas porque en la calle se había encontrado con algún anciano,  porque si él percibía que había que acompañarlo a algún lado, él lo  hacía.
Martín era un chico como muchos de los hijos de ustedes. No importa la  edad, más grandes o más chicos, pero estoy refiriendo todo esto porque si esto  no hubiera ocurrido, yo no estaría aquí, ni ustedes me hubiesen  invitado.
Porque, en general, a mí no me invitan porque soy médico  psiquiatra. A mí me invitan porque soy un padre que perdió un hijo. Esto es lo  que se genera con otros papás, el lenguaje común, esa relación de ida y vuelta  que nos permite reflexionar juntos sobre este tema, sobre el tema del  duelo.
El duelo provocado por pérdidas muy significativas, la pérdida de un  hijo se inscribe normalmente entre las pérdidas más significativas, debido a que  ya, de por sí, el modelo biológico está alterado. Y uno, desde sus  conocimientos, desde su sistema de creencias, no tiene respuestas frente a un  hecho de esta naturaleza.
Quiero comentarles todo lo que comenzó en la noche  más oscura de mi vida, que es la noche en que Martín muere, y en que yo me hago  cargo –junto con mi pareja, con la madre– de todos estos avatares y rituales que  tienen que ver con un velatorio y demás. En este momento uno está sumido en un  enorme desconcierto, debido a que, como les decía, lo que nosotros podemos saber  hasta aquí, no nos da ninguna respuesta frente a un hecho de esa  naturaleza.
Sentí en mí un derrumbe. Y así lo describo. Así se describe al  duelo por pérdida significativa, como un derrumbe epistemológico, dice la  psicología, la psiquiatría, un derrumbe emocional. Episteme es conocimiento.  Nuestro conocimiento se derrumba frente a la falta de respuestas, frente a este  desgarro emocional que, en principio, uno tampoco lo entiende. Tampoco entiendo  lo que sucedió.
Les cuento lo mío porque esto puede ser cierto en muchos de  ustedes también. En estos primeros momentos no hay ni siquiera la aceptación de  lo que ocurrió. Todos, frente a lo que nos duele mucho, a lo que nos hace  sufrir, reaccionamos con una negación. “No puede ser”, “No es cierto”, “Esto es  una pesadilla”.
Recuerdo vagamente esos primeros instantes. No me daba cuenta  de nada. Incluso, es como que, viéndolo a mi hijo en su velatorio, sentí un  orgullo de mi hijo, de lo pintón, de lo varonil que era. Yo se lo quería mostrar  a la gente que se acercó en ese momento, con una total negación de lo que había  sucedido. No sé qué pensaba yo, que, a lo mejor, terminado el velatorio, me lo  podía llevar a mi casa…
Después, conversando con muchos papás, a lo largo de  todo este tiempo, he podido comprobar que esto es bastante habitual, que la  negación de lo que sucedió, en un principio es muy habitual. Y esa aceptación  que, en algún momento se da, es imprescindible para comenzar el proceso de un  duelo. Si no hay aceptación de lo sucedido, el duelo no comienza.
Al  principio, frente a este duelo hay una desmentida de la realidad. Uno desmiente  la realidad: “Esto no puede ser”, “No es posible”. Lleva mucho tiempo –no un  tiempo cronológico, sino un tiempo interno– modificar estos  sentimientos.
Para aquella época yo tenía ya 30 años de psiquiatra. Hablo de  1990. Y si bien era psiquiatra, yo me dedicaba casi exclusivamente a la atención  de las parejas en conflicto, a la conflictiva de la pareja. Es decir que lo que  yo podía saber de duelo en aquel momento, era lo que puede saber, en general,  cualquier persona que no ha tenido la experiencia vivencial de una pérdida  significativa.
Es decir, yo tenía un conocimiento bastante racional de lo que  era el duelo. Si bien había leído, tal vez, más que otras personas porque por  ser psiquiatra, por supuesto, había leído la teoría. Ya había leído escritos  como “Aflicción y melancolía” de Sigmund Freíd. Pero, claro, lo leía en aquel  momento sin haber pasado por la experiencia vivencial de haber perdido un  hijo.
El derrumbe fue muy grande y no había grupos de auto ayuda; en 1990  Renacer no había empezado a funcionar en Buenos Aires. Recién un año y medio  después participé como integrante del primer grupo Renacer en Buenos Aires, en  un espacio físico cedido por la Parroquia San Cayetano, en el barrio de  Belgrano. Allí conocí a 20 ó 30 papás y mamás que habían perdido hijos también. 
Pero ya había pasado un año y medio de la muerte de Martín. Durante ese año  y medio no tuve quien pudiera acercarme la comprensión del que también ha pasado  por una crisis de esta índole.
Por ser psiquiatra yo tenía que llevar mi  propia terapia. Es decir, yo tenía mi terapeuta en aquel tiempo. Realmente, un  terapeuta de lujo desde el punto de vista de la psiquiatría y psicología con el  cual, a través del tiempo, nos unió una verdadera amistad. Y pese a eso, en  aquel momento mi terapeuta no me pudo ayudar porque no tenía algunas respuestas  que yo creo que hoy sí tengo a través de tanto tiempo. Entonces, me consolaba.  Algunas veces yo levaba algunas fotos y escritos de mi hijo y él podía  emocionarse conmigo, llorando conmigo. Pero esas no eran las respuestas que yo  esperaba porque yo tenía quien llorara conmigo.
Un gran terapeuta, pero en  aquel momento no me ayudó. ¿Por qué? Ahora voy a mezclar un poco entre mi  desconocimiento, mi derrumbe emocional de aquella época con lo que hoy sí yo  entiendo con respecto al duelo.
No me pudo ayudar porque el duelo no es una  enfermedad. Y esto es una convicción que tenemos que tener muy clara. El proceso  del duelo no es una enfermedad. Por lo tanto, no puede ser resuelto a través de  la ciencia. El duelo implica una crisis existencial, no es objeto para la  ciencia. No es un objeto para la ciencia. Y cualquier ciencia, sin su objeto,  pierde sentido. La nefrología existe porque existe un objeto que es el riñón; si  no, no existiría. Ese duelo, ese derrumbe emocional no es objeto para la  ciencia. No estamos enfermos.
Después yo me di cuenta de por qué este gran  terapeuta –mi terapeuta– no me podía ayudar. Porque él confundía la aflicción,  la profunda aflicción que es el sentimiento que embarga a un doliente, la  confundía con una depresión, que es una entidad patológica y me trataba en  consecuencia, como si lo mío fuese una depresión. Entonces, ¿qué trataba de  hacer?, que yo pudiera superar la depresión. Tiempo después me di cuenta que  desde la ciencia se actúa de esa manera , lo que se busca es la anulación del  duelo, no la superación del duelo.
La superación es lo que nosotros  intentamos hacer a través del tiempo, que es dar una respuesta a esa enorme  pregunta que el destino nos ha hecho al llevarnos un hijo. Y esa respuesta es  ética, no científica. ¿Y por qué es ética? Porque la ética es una manera de  actuar en consecuencia y de dar respuestas. Por lo tanto, en aquel momento, con  esta confusión diagnóstica, mi terapeuta no me pudo ayudar.
No estaba mal lo  que él hacía, porque no había tenido la experiencia vivencial. ¿Por qué nosotros  buscamos participar de algún grupo de iguales? Si no iguales, parecidos. Porque  el lenguaje común es rápido, fluido y porque nosotros sentimos que nuestras  lágrimas o, a veces, nuestras sonrisas, pueden ser aceptadas por el otro y no  interpretadas racionalmente.
Ahora, cuando un terapeuta intenta anular una  depresión, está bien que él lo quiera hacer, porque como cualquier otra  enfermedad, también trataría de anularla. Pero lo nuestro no es eso. Y estas son  convicciones que todos los que pasamos por esto lo debemos tener claras. No  somos enfermos, por lo tanto, la ciencia no tiene respuestas. No hay una  respuesta hegemónica desde la ciencia hacia el duelo.
Después, si tenemos  tiempo, podemos discurrir sobre esto. No es que la psicología o la psiquiatría  no tengan especial cabida en lo que podría ser un centro asistencial  interdisciplinario para el duelo donde sí podrían participar los dolientes, a lo  mejor, con profesionales –pero con aquellos profesionales que entendieran que la  aflicción no es depresión o enfermedad– y donde nosotros, como padres dolientes,  fuéramos respetados como sabedores, a través de nuestra experiencia vivencial.  Allí, un profesional que no la haya tenido, podría aportarnos, desde su saber,  conceptos que sí nos pueden interesar, desde una manera interdisciplinaria. 
Creo que los grupos, en general, no debieran cerrarse a la posibilidad de  escuchar otras verdades que puedan provenir de un filósofo, psicólogo o  religioso. He visto grupos que dicen: “sí, pero éste no perdió un hijo”. En  algún aspecto, nosotros buscamos a los que son iguales a nosotros, pero después  podemos aceptar que, de una manera interdisciplinaria, otros conocimientos o  saberes nos pueden ayudar.
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