Crecer espiritualmente es materia indelegable, sólo nuestro es el compromiso de lograrlo, para lo cual es necesario dejar atrás ciertas ataduras.
Me refiero especialmente a dos íntimas creencias que se empeñan en acompañarnos, (aunque lo negaríamos disgustados si alguien nos acusara de ello.) Se trata de la egolatría y la búsqueda de relaciones ideales.
La egolatría comporta una visión distorsionada de la realidad, nos hace creer que los demás están obligados a demostrarnos su cariño; pensamos que el mundo no podría arreglárselas sin nosotros; que todo cuanto suceda a nuestro alrededor requiere de nuestro protagonismo, que los hechos no son importantes en sí mismo si no participamos en ellos con nuestras opiniones o juicios.
Es el abuso del “yo” y del “a mí”; es confiar en nuestra suficiencia, y pensar que las desventuras están hechas para los demás, que nosotros no las merecemos, y que si alguna, injustamente nos alcanza, todos deberán centrar su atención y su consuelo en nuestro indebido drama. Desde la egolatría somos capaces de quitarle el protagonismo a un ser inmensamente querido que ha muerto, dándole al infortunio la mezquina versión de: “lo que a mí me pasó”.
La egolatría, desconoce la existencia del otro, o sólo la acepta en tanto proporcione satisfacciones y halagos personales.
Desprenderse de esta manera de ser no es imposible ni tampoco fácil, para qué negarlo; requiere de un laborioso y constante esfuerzo personal por conocernos, disculpar y disculparnos, ejercer la humildad y salir de nuestra obstinada mismidad, trascenderla con la intención de llegar al otro - que no es un muro sino un puente necesario – con nuestra comprensión y nuestro amor. Reconozcamos que somos menos importantes de lo que creemos ser, y que es desde esa relativa, pequeña pero asumida importancia, el lugar desde donde sí, podremos amar y ser amados
de Carlos Juan Bianchi